Ráfagas

Es la tercera vez que despierto a las tres de la madrugada. Dicen que a esa hora es cuando se celebran cosas extrañas y diabólicas: tenebrosas. Pero procuro no poner atención a ese tipo de cuestiones. Sin embargo, me da un ataque de ansiedad. Siento que me falta un brazo, una pierna, ¡algo!
Me asomo bajo las sábanas y encuentro que todo esta en su lugar. Mi boca está seca, siento en la espalda humedad ya enfriada. Al instante, ráfagas me deslumbran y los párpados se aferran entre ellos sin condiciones. Veo desde adentro esos ojos, esa boca definida, oigo una risa y en el vientre un tenue rasguño. ¡Ese aroma! La piel se me eriza, los puños se definen y el cuello se endurece. Le conozco de poco y me ha seducido.
Me tiene desesperado que no pueda hablar. Es la tercera vez que me sucede en fila, y quiero levantarme de ahí. Tengo escalofríos, sé que me está viendo y que sus exhalaciones retumban en mis oídos. Quisiera echarle la culpa “al sistema” pero me conozco bien, no es así. Mientras tanto, las manos se han calmado y las palmas sienten cómo la sangre vuelve a transitar. La demencia me está colmando.
Cuando camino por los pasillos, la gente pasa a través de mí. Las paredes se dejan penetrar por mi desinterés y los umbrales de mi paciencia se enredan en un manglar de preguntas incomprensibles, inconcientes, incontestables.
Trato de agotarme durante el día mientras llego a la cama. Intento declararme moribundo para no dejar que las ráfagas me despierten. El pecho me arde y el calor es insoportable cuando trato de volver al sueño. Por otro lado, la sanidad de mis ideas se está volviendo una calle con baches, como la que veo cada que me asomo a la ventana a ver quién me contesta tras el alarido de mi encierro. Qué ansiedad me da ahogarme en ese calor, o en un líquido drifting sentimental y no sentir un brazo querido que se extienda para mí. Tengo miedo de faltarle a mi sangre, mi amor, mi aire.
Quisiera deshidratarme gota por gota sin llegar a ahogarme, dejar que corra un rato un reguero y que de ahí las ideas se me cultiven con el aire de un vuelo que recién nació tras la partida de mi última mitad.
La cama es una carátula donde soy las manecillas y los engranes mi impaciencia por concebir el sueño y pensar en otras cosas: que si el mañana, que si el al rato, que si el luego. Cada hora que marco una nueva idea para tener la conciencia en su lugar. Pasan cada vez más lento, y yo no sueño dormido. Las ráfagas son más intensas y me oprime el cuerpo un trueno que se formó desde la punta de su frente hasta mi plexo. Quiero paz.
Y cuando el silencio calma los latidos y el clima se templa, siento la oportunidad de despedirme del juicio. Pero no termina ahí; los primeros ases se filtran por la cortina sacudiendo las rendijas de mi visión y se acompañan por el loop de la naturaleza de cada mañana.
Creo que quiero volar lejos y alcanzarle el destino aunque antes fuera un ángel de la luz y ahora reine las tres de la mañana, para ver si respiramos igual, para ver si puedo dormir y finalmente descansar.